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La Historia de la expedición al túnel - David Alonso (2016)

20 de diciembre de 2016

 

Lo que el tunelón esconde.

 

Un estudiante, Ulises, contacta conmigo través de Facebook. Dice que quiere verme y quedamos para tomar un café.

Me cuenta que el túnel hace años que está abandonado lo que me pareció una vergüenza que había que mostrar a la sociedad de Gijón y, juntos, decimos colarnos.

Pensamos esperar a un día tempestuoso que nos garantizara discreción y al día siguiente , nos pareció perfecto.

Compramos dos linternas led e implicamos a dos personas más: una, a Fran, el fotógrafo  (pobre, que mal lo pasó) para que plasmase lo que fuéramos a ver allí; y otra, Marián, alguien ligero y capaz de trepar donde haga falta.

Nos vestimos todos de negro, ponemos capuchas, por aquello de dramatizar la noche y vamos a la aventura.

La primera sorpresa es que nada nos restringe el paso. Las vallas están tiradas y no hay candados ni cerradura que funcione.

Abrimos la puerta y, ante nosotros, un agujero  de 40 metros de profundidad flanqueado por unos andamios corroídos. Tenían unas escaleras de metal ancladas y decidimos bajar, por turnos, ya que los amarres del andamio no daban mucha seguridad.

El agua caía por las paredes.

Al llegar abajo no había nada.

Un carretilla, un extintor y un silencio absoluto. Comprobamos que efectivamente, tampoco había cobertura de móviles a lo que los positivos del grupo, demostraron su pasión por las películas de zombies. ¡Aquí no hay quién nos salve! dijo Fran.

Constatamos que no había ni un ser vivo más en todo el espacio, ni ratas, ni arañas, ni moscas.

Comenzamos a andar por el túnel y encontramos un poco de agua. Pensamos que era como un gran charco, ya que solo éramos capaces de ver lo que la linterna alumbraba.

Cajas de equipos eléctricos desprendidos, tuberías rotas, …

Ahí nos damos cuenta de la complejidad de hacer unas fotos que pudiesen demostrar lo que el túnel escondía.

Marián empezó a caminar agua adentro para ver de dónde se estaba filtrando, pero el charco se convirtió en una piscina. A la altura del pecho paró.

Yo me metí con Ulises, para buscar cómo podíamos hacer una foto decente y decidimos subirnos a las tuberías.

Los más ligeros, fruto de lo fría que estaba el agua y no de la valentía, fueron los voluntarios para encaramarse allá arriba mientras el pobre Fran intentaba iluminar y sacar las fotos.

Nos impresionaba el silencio y la quietud y transparencia del agua.

Mientras algunos perdían la paciencia, otros seguíamos obcecados en buscar respuestas e imágenes que pudiesen dar cuenta de la situación.

Por el agua, llegamos hasta que ya no hacíamos pie, con mis dos metros. Por la tubería, hasta que se desprendió de la pared, a lo lejos, se veía llegar al techo.

Era gracioso porque la falta de luz nos obligaba a estar quietos en la misma postura, nosotras y la cámara, durante minutos.

Después de ver que era imposible seguir con la expedición, decimos volver. Cansados, mojados y con un frío infernal, la subida fue peor que la bajada.

La obsesión porque la cámara no nos cayese en la oscuridad, al tener las manos atenazadas, ni se mojase con cualquiera de los puntos de agua que había en el camino, no ayudó a hacer la vuelta más agradable, pero en general, fue muy divertido.

Una experiencia inolvidable que volvería a repetir, especialmente porque ayudó a destapar uno de los grandes agujeros negros de esta ciudad.


David Alonso

 

 

 

 

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